Con gran éxito de crítica y público, esta semana mis alumnos de literatura de modalidad han terminado Cien años de soledad. Se les han puesto los vellos de punta, se han turbado, emocionado, enamorado y odiado a los personajes y les ha dado mucha pena acabar el libro.
Público: cinco alumnas cinco y un alumno testigo de Jehová. Este último dato puede parecer extemporáneo, pero no lo es. En la modalidad de alumnos de diferentes religiones que pueblan mis aulas, los testigos son, para mí, los más extraños. Muy correctos y educados, pero extraños. Los musulmanes, los evangelistas, los ateos… no tienen inconveniente en explicar sus modos de ver las cosas. Los testigos, en general, no dicen nada. Y el señor Beyer, mi alumno, no dice nada de nada.
Fuera quedan anécdotas como las de la alumna que, al preguntarle dónde hacía los deberes para evaluar si las condiciones eran óptimas, repetía que en el salón. Que luego resultó ser El Salón del Reino y que aparte de Jehová, estaba acompañada por compañeros de confesión ruidosos que disturbaban su concentración.
O aquella vez en que en la biblioteca comentábamos con los alumnos de literatura el mito incestuoso de Tammar y Ammón (la culpa era de Lorca, vayan a pensar que servidora es pedante y/o morbosa) y una alumna que estaba buscando un diccionario, intervino para presentarse: aunque no era incestuosa, ella era Tamar y pensaba preguntar a sus padres (testigos) por su nombre en cuanto llegara a casa o al salón.
Fuera queda también otros condicionantes: su relación, escasa o no, con los compañeros que varía dependiendo de cada familia. Y otras cuestiones como el aspecto externo: los testigos, en general, no llevan piercings, ni tatus, ni enseñan el tanga y sí usan camisa (una prenda en extinción) o camiseta que algunos llevan metida por dentro del pantalón o se peinan con raya como el señor Beyer.
Al margen de todas estas cuestiones, he de decir que yo doy la clase exactamente igual tanto si tengo delante musulmanes, como agnósticos, como catequistas cristianos, como evangelistas… y nunca he tenido ningún problema. Cuando leímos la Celestina, mi Calixto (el único varón de la clase) era negro y musulmán, por ejemplo. Pero expresaba su opinión sin problema ninguno. ¿Dónde está pues el del señor Meyer? Pues en que, a pesar de su inteligencia y cultura, es impenetrable.
A lo largo de este mes y medio de lectura y comentario de Cien años de soledad, no he podido evitar constatar de reojo el sonrojo constante del futuro misionero, que lee la Biblia en todos y cada uno de los patios desde que volvió con su familia de Sudamérica en 3º de ESO. Y no sé calibrar si el sonrojo se debe a cuestiones morales, de personalidad o simplemente, al hecho de estar en franca minoría respecto a sus compañeras.
Ha sido el primero que ha acabado la novela; ahora que, a ver, si tu libro de referencia es la Biblia, cualquier otro te ha de parecer corto ¿no?
Todas sus compañeras (menos una) son del tipo “suelto”, esto es, emocionales, extrovertidas y comunicativas. Y no seré yo la que corte alas, en cualquier caso, las reconduzco.
Entre las chicas hay una, Anita Pérez, futura profesora de lengua y literatura desde que se enteró de que lo que ganábamos (así es la inocencia), que tiene unas grandísimas ganas de aprender y pasar por encima del hecho de que en su casa no haya más libro que las revistas de prensa rosa. Yo soy fan total suya desde que en 2º de ESO confesó públicamente que su ídola era su madre. Ya se lo dije, pagaría porque mi hija a tu edad diga lo mismo en público y lo demuestre en privado.
Pues bien, de la mano de Anita Pérez han surgido los momentos más duros para mi alumno testigo, el señor Beyer.
Momento A: A Anita le ponía y mucho José Arcadio Buendía. Se eligió hacer su descripción en el glosario; le puso de tag "machote" y en los comentarios en clase se explayó a gusto sobre virilidades tatuadas y potencia sexual. Interrogaba a sus compañeras y a servidora (y al señor Beyer) sobre el efecto que nos causaban las descripciones de los embates sexuales del protagonista y era fácil colegir qué efectos le provocaban a ella.
Esta es su descripción del personaje:
José Arcadio es hijo de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, por lo tanto hermano de Aureliano y Amaranta. Físicamente es un hombre de construcción fuerte, muy apuesto (según mi imaginación), de ancha mandíbula, pelo corto y tatuado hasta en las zonas más oscuras. En fin, lo que nosotr@s llamamos ”un macho”.
Psíquicamente es un hombre valiente (salva al coronel Aureliano de ser fusilado) pero a la vez cobarde (al no aceptar al bebé que esperaba Pilar Ternera y fugarse con los gitanos).
Al ser un Buendía, le persigue la maldición de la soledad y del incesto (al acostarse con Pilar Ternera e imaginarse la cara de su madre; al casarse con su “hermana” Rebeca…).
Tiene una muerte muy simbólica. Es todo un misterio que nos deja con la incógnita. Su sangre hace un recorrido que llega a Úrsula (hijo expulsado vuelve a su madre, a sus orígenes en el momento de morir) y la conduce hasta su cuerpo inerte. El olor a pólvora siempre permanecerá en su cuerpo sin vida y en Rebeca.
(La negrita es mía)
MOMENTO B: Amaranta la obsesionó hasta su muerte, primero le parecía una “enferma” o una “bruja celosa”, después una “pederasta masturbadora”, aunque acabó sintiendo por ella la misma pena que su autor: “pobre mujer”.
MOMENTO C: José Arcadio Segundo también tenía lo suyo y también se pidió su descripción:
José Arcadio Segundo es el hermano gemelo de Aureliano Segundo, hijo de Arcadio y Santa Sofía. Úrsula cree que ambos fueron intercambiados en su infancia, ya que José Arcadio comienza a mostrar las características de los Aurelianos de la familia, al crecer siendo una persona pensativa y calmada. Le da a los vicios que Úrsula de alguna manera prohibió:
Es zoofílico
Se engancha a las peleas de gallos
Acaba con prostitutas
(La negrita vuelve a ser mía. Pueden imaginar sus comentarios.)
MOMENTO D: Para rematar los sonrojos del único chico de la clase, llegó el momento prolapso uterino de Fernanda del Carpio que las conmocionó a todas. Yo no dije nada, bastante hipertextuales son ellas y la propia novela como para ir dando ideas; el tema se lo trajo Anita de su casa: mosqueada por los rodeos pacatos del personaje al describir lo que le pasaba, investigó y vino con el diagnóstico: a Fernanda se le había descolgado el útero después del parto de Amaranta Úrsula. Finalmente, vía Google descargué una imagen bastante descriptiva para que entendieran por qué no podía mantener relaciones sexuales con su marido. Obvio aquí los comentarios, pero espero que el agobio que les provocó la imagen no les haga renunciar a la maternidad. Ya les he dicho que no es nada que no se pueda solucionar con un pesario, siempre que tu entorno no crea que lo usas para un rito vudú.
Y a todo esto, ¿qué hacía el señor Meyer? Pues reaccionaba ora con rubor, ora con más rubor y ora con rubor y encogimiento de cabeza entre los hombros. ¿Que si le ha gustado la novela? Dice que mucho. Aunque también comentó en un foro que lo que hacía falta en casa de los Buendía era un poquito de orden.
Y es que ya ven los berenjenales que trae la literatura: zoofilia, machomanes, tías pederastas y descolgamientos de útero. El incesto lo dejo aparte, si este chico ha estudiado la Biblia, ya sabe de qué hablamos. La suerte para él, es que ahora vamos con Jorge Manrique y que este año no toca La Celestina.